La vida nocturna bogotana no es nueva. De la virginal ciudad de los años cuarenta se pasó a la impenitente ciudad de los sesenta, donde emergieron los sitios hippies y las discotecas, como La Bomba y El Elefante Blanco.
Sin embargo, aunque la ciudad creció, en los ochenta el panorama no era tan nutrido; sólo existían algunas ruidosas trattorias, uno que otro bar non sancto, lugares con mucho encanto donde se rumbeaba al son de la salsa como Quiebracanto, junto a la plaza de toros, unos pocos restaurantes cinco estrellas entre los que se contaban El Restaurante Eduardo y La Fragata, así como los establecimientos de Monserrate y un centenar de restaurantes donde el menú comenzaba con el consabido ajiaco; no obstante, emergió a finales de la década de los noventa lo que se podría llamar una cuadrilla de sitios de todos los estilos y calibres, donde el ocio y las gastronomía bogotanos adquirieron su verdadera jerarquía.
Con la llegada del milenio la ciudad se hizo más mundana, no sólo para la rumba sino para los sitios de encuentro; asomaron al final de los años noventa y en los albores del nuevo milenio no sólo sitios muy originales y exclusivos, sino áreas completas de entretenimiento muy bien delimitadas, como el parque de la 93, la zona T, la zona G, la zona rosa, el quartier bohemio de Chapinero, y un poco más lejos, en la verde sabana, lugares como La Calera y Chía, con Andrés Carne de Res a la cabeza.
De la anacrónica atmósfera nocturna de finales de los ochenta se pasó a celebrar el arte culinario a lo Harry Sasson, Leo Katz, el hermano Paniochelli, y todos los Michels y los François, venidos de fuera. El calentamiento de los fogones se produjo rápidamente y brotaron copas y tenedores para todos los estilos. En esta vida de encuentros y desencuentros se incluye ahora, por supuesto, la gente de la publicidad y el mercadeo. Creativos o planners, yuppies encargados de las marcas, gerentes de producto y expertos en promociones o activaciones de marca encuentran sus afinidades en espacios de luces indirectas, manteles de lino y cubiertos de plata o macroespacios muy minimalistas, con grandes grúas de luces y tarimas para los artistas. Allí, al mediodía o por la noche, se cierran negocios, se realizan interacciones que producen utilidades, se hacen relaciones públicas en su más alta categoría en un ambiente informal pero no desprovisto de encanto y de glamour, de esa elegancia que Bogotá ya puede exhibir con orgullo en lugares como Hard Rock Café, Mizu, El Sitio o Di Lucca, y de ese encanto que la gente de la publicidad y mercadeo logró poner a todo lo que toca. (Más información: Revista P&M, Edición No. 287 del mes de enero)